Esporas de algodón

12:28 by Pike

Debora con sus veinte años recién cumplidos entro en el sombrío cuarto conciente de que no podía dar marcha atrás. Finalmente, aquella noche, se encontraría con su amante. Pero desde el vano de la puerta se dio cuenta que nada era como lo había previsto, así que se sentó en la orilla de la cama con cierto desanimo. Observo la precaria habitación, el piso desportillado, la ventana cubierta con papel periódico, las paredes con gigantes manchas de humedad, y se prometió paciencia. Muy pronto tendría que emigrar a España por trabajo y quizás era la última oportunidad de estar a solas con Carmelo. El foco mugriento que iluminaba el cuarto por ratos pestañeaba provocando sobresaltos en el animo ya agitado de Debora. Desconocía el barrio, así que solo atino a tomar el celular que recibió como obsequio y realizo varias llamadas.

Una hora después llego Carmelo, insulso de borracho y sin la camisa puesta. Entro zigzagueando y se arrojo en la cama exhausto después de balbucear un montón de incoherencias. Debora quedo perpleja al verlo, pues si se había imaginado lo peor, la situación la rebasaba. Molesta intento despertarlo pero los sacudones no lograron reanimarlo.

Decidida a no dejarse vencer por el imprevisto, Debora se limpio las lagrimas, se abrió la blusa, tomo la mano de Carmelo y la sujeto sobre uno de sus senos. Primero lo hizo ligeramente, dibujando círculos alrededor de su pezón, luego más desinhibida paseo la mano sobre su cuello y rostro, segura de que ello la estimulaba. Envalentonada, se bajo los jeans, y comenzó a frotar la mano desvanecida de Carmelo sobre su pelvis. No se detuvo ahí, lentamente, tomando con firmeza los gruesos dedos de él llego a su entrepierna húmeda y sintió que la virginididad eran esporas de algodón que el viento sacudía en su vientre.

Afuera se escuchaba el largo aullido de un perro encadenado a otro más distante. Debora paso por alto su nerviosismo, el chirriar del catre, las arañas merodeando sobre las paredes y beso a Carmelo en el pecho, hombros y labios. Recorrió su cuerpo terso ceremoniosamente como quien se despide de algo sagrado. Una voz en su interior le decía que no lo volvería a ver. Tomo su cartera y saco un pañuelo de papel. Quizás con el tiempo se atrevería a pensar que la vida contenía pocos momentos tan intensos.


Carmelo despertó a medianoche en busca de agua, y recién supo que estaba solo.

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